Vida en otros Planetas
Libro de los Espíritus, CAPÍTULO V
Libro de los Espíritus, CAPÍTULO V
CONSIDERACIONES
SOBRE LA PLURALIDAD DE EXISTENCIAS
222. El dogma de la reencarnación, dicen ciertas personas, no es nuevo; es una resurrección de la metempsicosis de Pitágoras. Nunca hemos dicho que la doctrina espiritista sea de moderna invención; siendo una de las leyes de la naturaleza, el espiritismo debe haber existido desde el origen de los tiempos, y siempre nos hemos esforzado en probar que de él se encuentran vestigios en la más remota antigüedad. Pitágoras, como ya se sabe, no es autor del sistema de la metempsicosis sino que lo tomó de los filósofos indios y egipcios entre los cuales existía desde tiempo inmemorial. La idea de la transmigración de las almas era, pues, una creencia vulgar, admitida por los hombres más eminentes. ¿Cómo había llegado a ellos?
¿Por revelación o por intuición? No lo sabemos; pero, como quiera que
sea, una idea que no tenga algún aspecto grave, no pasa a través de las edades,
ni es aceptada por las inteligencias superiores. La antigüedad de la doctrina
es, pues, más que una objeción, una prueba favorable. Hay, sin embargo, como
igualmente se sabe, entre la metempsicosis de
los antiguos y la moderna
doctrina de la reencarnación, la gran diferencia de que los espíritus rechazan
del modo más absoluto la transmigración del hombre en los animales y viceversa.
Al predicar el dogma de la pluralidad de existencias corporales, los
espíritus reproducen,
pues, una doctrina que nació en
las primeras edades del mundo, y que hasta nuestros días, se ha conservado en
lo íntimo del pensamiento de muchas personas, sino que nos la ofrecen bajo un
aspecto más racional, más conforme con las leyes progresivas de la naturaleza y
más en armonía con la sabiduría del Creador, descartándola de todos los
accesorios supersticiosos. Es circunstancia digna de notarse la de que no sólo
en este libro la han predicado en los tiempos que alcanzamos, sino que, desde
antes de su publicación, se han obtenido numerosas comunicaciones de la misma
naturaleza en comarcas distintas, comunicaciones que más tarde se han
multiplicado considerablemente. Acaso sería esta ocasión de examinar por qué
todos los espíritus parecen no estar conformes sobre este punto; pero lo
haremos más adelante.
Haciendo abstracción de la intervención de los espíritus, examinemos
esta materia bajo otro aspecto; prescindamos de ellos, por un instante;
supongamos que esta teoría no dimana
de ellos, y también que nunca se
haya hablado de espíritus. Coloquémonos, pues,
momentáneamente, en terreno
neutral, admitiendo como igualmente probables una y otra
hipótesis, es a saber: la
pluralidad y la unidad de existencias corporales, y veamos a qué lado nos
conducirán la razón y nuestro propio interés.
Ciertas personas rechazan la idea de la reencarnación por el único
motivo de que no les
conviene, y dicen que bastante
tienen con una sola existencia y que no quisieran empezar otra semejante.
Sabemos que la sola idea de aparecer nuevamente en la tierra basta a exasperar
la ira; pero nos contentamos con preguntar a esas personas, si creen que Dios
les haya tomado parecer y consultado su gusto para arreglar el universo. Luego,
pues, una de estas dos cosas: o la reencarnación existe, o no existe. Si
existe, en vano se la combatirá, les será preciso sufrirla, puesto que Dios no
les pedirá su consentimiento. Paréceme oír a un enfermo que dice: «Demasiado he
sufrido hoy, no quiero sufrir más mañana». Por mucho que sea su mal humor, no
dejará de ser preciso sufrir al otro día y en los sucesivos, hasta que esté
bueno. Por ella habrán de pasar, siéndoles en vano el rebelarse, como el
chiquillo que no quiere ir al colegio, o el prisionero a la cárcel. Semejantes objeciones
son demasiado pueriles, para que nos merezcan más serio examen. Les diremos, no
obstante, para tranquilizarles, que la doctrina espiritista sobre la
reencarnación no es tan terrible como creen, y no se horrorizarían tanto, si la
hubiesen estudiado a fondo, pues sabrían que la condición de la nueva
existencia depende de ellos; que será feliz o desgraciada según
lo que en la tierra haga, y que
pueden elevarse tanto, desde esta vida, que no abrigarán
temores de caer
nuevamente en el lodazal.
Suponemos que hablamos con personas que creen en un porvenir cualquiera
después de la
muerte, y no con aquellas cuya
perspectiva es la nada, o que quieren ahogar su alma en un
todo universal, sin
individualidad, como las gotas de agua en el océano, lo que a corta
diferencia es lo mismo. Si
creéis, pues, en un porvenir cualquiera, no admitiréis, sin duda, que sea el
mismo para todos, pues de lo contrario, ¿cuál seria la utilidad del bien? ¿Para
qué
violentarse? ¿Por qué, ya que lo
mismo daría, no satisfacer todas las pasiones y todos los
deseos, aunque fuese en perjuicio
de otro? ¿Creéis que semejante porvenir será más o menos feliz o desgraciado
según lo que hayamos hecho durante la vida, y desearéis, por consiguiente, que sea lo más
feliz posible, puesto que ha de ser eterno? ¿Tendréis, acaso, la pretensión de ser uno de los
hombres más perfectos que existen en la tierra y de que gozáis el derecho
palmario de merecer la felicidad suprema de los elegidos? No. Luego admitís que
hay hombres mejores que vosotros y que tienen derecho a mejor puesto, sin que
os contéis por ello entre los réprobos. Pues bien, colocaos por un instante con
el pensamiento en esa situación media, que será la vuestra, puesto que acabáis
de confesarlo, y suponed que alguno os diga: Sufrís, y no sois tan dichosos
como podríais serlo, al paso que tenéis a la vista seres que disfrutan de
completa dicha, ¿queréis cambiar vuestra posición por la suya? Sin duda responderéis:
¿y qué debo hacer para lograrlo? Poco menos que nada; volver a empezar lo que
habéis hecho mal y procurar hacerlo mejor. ¿Dudaríais en aceptarlo, aunque
fuese a costa de muchas existencias de pruebas? Pongamos una comparación más
prosaica. Si a un hombre que, sin ser un pordiosero, sufre no obstante,
privaciones a consecuencia de la medianía de sus recursos, se le dijese: He
allí una fortuna inmensa de la que puedes disfrutar, bastándote para ello
trabajar ruda-mente por espacio de un minuto; aunque fuese el más perezoso de
la tierra, diría sin titubear: Trabajemos un minuto, dos, una hora, un día, si
es preciso. ¿Qué es todo eso, si puedo concluir mi vida en la abundancia? Y, en
efecto, ¿qué es la duración de la vida corporal, comparada con la eternidad?
Menos que un minuto, menos que un segundo.
Hemos oído hacer este argumento: Dios, que es soberanamente bueno, no
puede condenar al hombre a empezar de nuevo una
serie de miserias y tribulaciones. ¿Y se le creerá por ventura más bueno, condenando al
hombre a un sufrimiento perpetuo por algunos momentos de error, que
ofreciéndole medios de reparar sus faltas? «Había dos fabricantes, cada uno de los
cuales tenía un obrero que podía aspirar a ser socio de su principal. Sucedió
que, en cierta ocasión, ambos obreros emplearon muy mal el día, mereciendo por
ello ser despedidos. El uno de los dos fabricantes despidió al obrero a pesar
de sus súplicas, el cual, no encontrando trabajo, murió de miseria. El otro
dijo al suyo: Has perdido un día, y me debes otro en recompensa: has hecho mal
tu tarea, y me debes reparación; te permito que vuelvas a empezarla; procura
hacerla bien y no te despediré, y podrás continuar aspirando a la posición superior
que te había prometido». ¿Hay necesidad de preguntar cuál de los dos
fabricantes ha sido más humano? Y Dios, que es la misma clemencia, ¿será más
inexorable que un hombre?
La idea de que nuestra suerte
queda eternamente decidida por algunos años de prueba, aun cuando no haya dependido siempre
de nosotros la consecución de la perfección en la tierra, tiene algo de desconsolador, al
paso que la idea contraria es eminentemente consoladora, pues no nos arrebata
la esperanza. Así, pues, sin decidirnos ni en pro ni en contra de la pluralidad
de las existencias, sin dar predilección a una u otra hipótesis, decimos que,
si se nos permitiese escoger, nadie habría que prefiriese un juicio sin
apelación. Ha dicho un filósofo, que si no existiese Dios, sería preciso
inventarío para dicha del género humano, y otro tanto pudiera decirse de la
pluralidad de existencias. Pero, según dejamos sentado, Dios no nos pide
nuestro consentimiento; no consulta nuestro gusto, y la pluralidad de existencias es o no es un hecho.
Veamos de qué parte están las probabilidades, y examinemos la materia bajo otro
aspecto, haciendo siempre abstracción de la enseñanza de los espíritus y considerándola
únicamente como estudio filosófico.
Es evidente que, si no existe la reencarnación, sólo tenemos una
existencia corporal y si nuestra actual existencia
corporal es la única, el alma de cada hombre debe de ser creada al nacer, a menos que no se admita
su anterioridad, en cuyo caso preguntaremos lo que era el alma antes del nacimiento, y si
el estado en que se encontraba no constituía una existencia, bajo una forma cualquiera. No
cabe término medio: o el alma existía, ó no existía antes que el cuerpo; si
existía, ¿cuál era su situación? ¿Tenía o no conciencia de si misma? Si no la
tenía, a corta diferencia es como si no existiese, y si tenía individualidad,
era progresiva o estacionaria. En uno y otro caso,
¿en qué grado se encontraba al ingresar en el cuerpo?
Admitiendo con la creencia vulgar
que el alma nace con el cuerpo, o lo que da lo mismo que anteriormente a su
encarnación no tiene más que facultades negativas, sentamos los siguientes problemas:
1. ¿Por qué el alma manifiesta
aptitudes tan diversas independientes de las ideas proporcionadas por la educación?
2. ¿De dónde proviene la aptitud
extra normal de ciertos niños de tierna edad para tal arte, o ciencia, mientras
otros no pasan de ser incapaces o medianías durante toda la vida?
3. ¿De dónde proceden las ideas
innatas o intuitivas de unos, de las cuales carecen otros?
4. ¿De dónde se originan en
ciertos niños esos instintos precoces de vicios o virtudes, esos innatos
sentimientos de dignidad o de bajeza que contrastan con la sociedad en que ha nacido?
5. ¿Por qué, haciendo abstracción
de la educación, están más adelantados unos hombres que otros?
6. ¿Por qué hay salvajes y
hombres civilizados? Si quitándoselo del pecho, cogéis un niño hotentote, y lo educáis en uno de
nuestros colegios de más fama, ¿haréis nunca de él un Laplace o un Newton?
¿Qué filosofía o teosofía preguntamos, puede resolver tales problemas?
No cabe vacilación: o las almas al nacer
son iguales, o desiguales. Si lo primero, ¿por qué esas aptitudes tan diversas?
Se dirá que depende del organismo; pues entonces esa es la doctrina más monstruosa
e inmoral. El hombre, por consiguiente, no es más que una máquina, juguete de
la materia; no es responsable de sus actos, y todo puede atribuirlo a sus
imperfecciones físicas.
Si son desiguales, es porque desiguales las creó Dios, y entonces, ¿por
qué conceder a unas esa superioridad innata? ¿ Está conforme semejante
parcialidad con su justicia y con el amor que igualmente profesa a sus
criaturas?
Admítase, por el contrario, una sucesión de anteriores existencias
progresivas, y todo queda explicado. Los hombres
nacen con la intuición de lo que ya han aprendido, y están más o menos adelantados según el
número de existencias que han recorrido, según estén más o menos lejanos del
punto de partida, absolutamente lo mismo que en una reunión de individuos de distintas edades,
tiene cada uno un desarrollo proporcionado al número de años que haya vivido,
viniendo a ser para la vida del alma las existencias sucesivas, lo que los años
para la vida del cuerpo. Reunid en un día mil individuos desde uno hasta
ochenta años; suponed que un velo cubre todos los días anteriores, y que en
vuestra ignorancia los creéis a todos nacidos en un mismo día. Naturalmente os
preguntaréis por qué los unos son pequeños y los otros son grandes, viejos los
unos y jóvenes los otros, e ignorantes éstos y aquéllos instruidos; pero, si se
descorre el velo que os oculta el pasado, si comprendéis que todos han vivido
más o menos tiempo, todo quedará explicado. Dios en su justicia no ha podido
crear almas más o menos perfectas; pero, dada la pluralidad de existencias, la
desigualdad que notamos nada contraria es a la más rigurosa equidad. Depende
todo de que sólo vemos el presente, sin fijarnos en el pasado. ¿Se basa este
raciocinio en un sistema, en una suposición gratuita? No; partimos de un hecho
patente, incontestable, cual es la desigualdad de aptitudes y el desarrollo
moral e intelectual, y vemos que semejante hecho es inexplicable por todas las teorías
aceptadas. al paso que la explicación es sencilla, natural y lógica, acudiendo
a otra teoría. ¿Es racional preferir la que no lo explica a la que lo explica?
Respecto de la sexta pregunta, se dirá que el hotentote es de raza
inferior; pero entonces preguntamos si el hotentote es o
no hombre. Si lo es, ¿por qué Dios lo ha desheredado a él y a toda su raza de
los privilegios concedidos a la raza caucásica? Si no lo es, la qué procurar hacerlo cristiano? La
doctrina espiritista es más expansiva que todo eso puesto que para ella no hay varias especies
de hombres, sino que el espíritu de éstos está más o menos
atrasado, siendo susceptible de
progresar. ¿No está esto más conforme con la justicia de Dios?
Acabamos de estudiar el alma en su presente y en su pasado. Si la
consideramos respecto de su porvenir, encontramos las
mismas dificultades.
1.Si únicamente nuestra
existencia actual es la que ha de decidir nuestra suerte futura, ¿cuál es en la otra vida la
posición respectiva del salvaje y del hombre civilizado? ¿Están al mismo nivel, o desnivelados en la
suma de felicidad eterna?
2.El hombre que ha trabajado toda
la vida para mejorarse, ¿ocupa el mismo lugar que aquel que se ha quedado atrás, no
por culpa suya, sino porque no ha tenido tiempo ni posibilidad para mejorarse?
3.El hombre que obra mal, porque
no ha podido instruirse, ¿es responsable de un estado de cosas ajeno a su voluntad?
4. Se trabaja por instruir,
moralizar y civilizar a los hombres, pero por uno que llegue a ilustrarse, mueren diariamente
millares antes de que la luz haya penetrado en ellos. ¿Cuál es su suerte? ¿Son tratados como
réprobos? En caso contrario, ¿qué han hecho para merecer el mismo lugar que los otros?
5. ¿Cuál es la suerte de los
niños que mueren en edad temprana antes de haber hecho mal ni bien? Si moran entre los
elegidos, ¿por qué esta gracia sin haber hecho nada para merecerla? ¿Por qué privilegio se
les libra de las tribulaciones de la vida?
¿Qué doctrina hay que pueda resolver estas cuestiones? Admitir las
existencias consecutivas, y todo se explica
conforme con la justicia de Dios. Lo que no ha podido hacerse en una existencia, se hace en
otra, y así es como nadie se sustrae a la ley del progreso, cómo cada cual será recompensado según
su mérito real, y cómo nadie queda excluido de la felicidad suprema, a la que puede
aspirar, cualesquiera que sean los obstáculos que en su
camino haya encontrado.
Estas cuestiones podrían multiplicarse hasta el infinito, porque los
problemas
psicológicos y morales que sólo
se resuelven por medio de la pluralidad de existencias son innumerables. Nosotros nos hemos
limitado a los más generales. Pero como quiera que sea, se dirá quizá que la doctrina de
la reencarnación no es admitida por la Iglesia, y que sería derribar la religión. No es nuestro
objeto tratar esta cuestión en este momento, bastándonos haber demostrado que aquella
teoría es eminente moral y racional. Lo que es moral y racional no puede ser
contrario a una religión que atribuye a Dios la bondad y la razón por
excelencia.
¿Qué hubiera sido de la religión,
si contra la opinión universal y el testimonio de la ciencia, se hubiese resistido a la
evidencia y hubiera echado de su seno a todo el que no creyera en el movimiento
del Sol, o en los seis días de la creación? ¿Qué crédito hubiese merecido y qué
autoridad hubiera tenido en los pueblos ilustrados una religión fundada en
errores
manifiestos, consagrados como
artículos de fe? Cuando se ha demostrado la evidencia, la Iglesia, procediendo con cordura,
se pone del lado de la evidencia. Si está probado que cosas que existen son
imposibles sin la reencarnación, y si sólo pueden explicarse ciertos 'puntos del
dogma por este medio, preciso será admitirlo, y reconocer que el antagonismo de
la doctrina de la reencarnación con los dogmas de la Iglesia no es más que
aparente. Más adelante demostraremos que acaso
la religión está menos lejos de ella de lo que se cree, y que no sufriría
menoscabo alguno, como no lo sufrió con el descubrimiento del movimiento de la Tierra
y de los períodos geológicos. que al principio pareció que desmentían los
textos sagrados. El principio de la
reencarnación se deduce, por otra parte, de muchos pasajes de las Escrituras y
se encuentra notoriamente formulado de un modo explícito en el Evangelio.
«Y al bajar del monte (después de
la transfiguración) les puso Jesús precepto, diciendo:
"No digáis a nadie lo que
habéis visto, hasta tanto que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los
muertos". Sobre lo cual le preguntaron los discípulos: "¿Pues, como
dicen los Escribas que debe venir primero
Elías?" A esto Jesús les respondió: "En efecto, Elías ha de
venir y entonces restablecerá
todas las cosas. Pero yo os declaro que Elías ya vino, y no le conocieron sino que hicieron con
él todo cuanto quisieron. Así también harán ellos padecer al Hijo del
Hombre". Entonces entendieron los discípulos que les había hablado de Juan
Bautista». (San Mateo, capitulo XVII, versículos 9, 10,11.)
Puesto que Juan Bautista era Elías, hubo, pues, reencarnación del
espíritu o del alma de Elías en el cuerpo de Juan
Bautista.
Por lo demás, cualquiera que sea la opinión que se tenga de la
reencarnación, ya se la acepte o no, no se dejará de
sufrirla, si existiese, a pesar de la creencia contraria. Lo esencial es que la
enseñanza de los espíritus es eminentemente cristiana; está basada en la inmortalidad del alma, en las
penas y recompensas futuras, en la justicia de Dios, en el libre albedrío del hombre y en la moral
de Cristo, y, por lo tanto, no es antirreligiosa.
Como lo prometimos, hemos raciocinado, haciendo abstracción de la
enseñanza espiritista, que no es autoridad
para ciertas personas. Si nosotros, como otros muchos, hemos adoptado la
opinión de la pluralidad de existencias, no es sólo porque procede de los espíritus, sino porque también
nos ha parecido más lógica y porque únicamente ella resuelve cuestiones hasta
ahora insolubles. Aunque nos hubiese sido sugerida por un simple mortal, la hubiéramos
aceptado del mismo modo, sin vacilar mucho tiempo en renunciar a nuestras propias
ideas. Demostrado un error, más pierde que gana el amor propio, obstinándose en
sustentar una idea falsa. De la misma manera, y aunque procedente de los
espíritus, la hubiésemos rechazado, a habernos parecido contraría a la razón,
como lo hemos hecho con muchas otras; porque sabemos por experiencia que no
debe aceptarse ciegamente todo lo que de ellos procede, como no debemos aceptar
todo lo que de los hombres proviene. Ante todo, su primer título es para
nosotros el de ser lógica, al cual se une el de estar confirmada por los hechos,
hechos positivos y por decirlo así, materiales, que el estudio atento y
razonado puede revelar a todo el que se tome el trabajo de observar con
paciencia y perseverancia, y en presencia de los cuales es imposible dudar.
Cuando semejantes hechos se hayan popularizado, como los de la formación y el
movimiento de la Tierra, será preciso rendirse a la evidencia, y los
impugnadores habrán hecho en vano el gasto de su oposición.
Reconozcamos, pues, en resumen, que la doctrina de la pluralidad de
existencias es la única que explica lo que, sin
ella, es inexplicable, que es eminentemente consoladora y conforme con las más rigurosa
justicia, y que es el áncora salvadora que Dios en su misericordia ha dado al hombre.
Las mismas palabras de Jesús no dejan duda sobre este particular. He
aquí lo que se lee en el capítulo III del Evangelio
de San Juan:
3. Jesús respondiendo a Nicodemo,
dice: «Pues en verdad, en verdad te digo, que quien no naciese de nuevo,
no
puede ver el reino de Dios».
4. Dícele Nicodemo: «¿Cómo puede
nacer un hombre, siendo viejo? ¿Puede volver otra vez al seno de su madre para
renacer?»
5. «En verdad, en verdad te digo,
respondió Jesús, que quien no renaciera del agua y del espíritu, no puede entrar en el
reino de Dios. Lo que ha nacido de la carne, carne es: mas lo que ha nacido del espíritu, es
espíritu. Por tanto, no extrañes que te haya dicho: os es preciso nacer otra
vez». (Véase más adelante el articulo Resurrección de la carne, número
1010.»