El llamado Espíritu Fuerte es la mejor definición del Espíritu encarnado que es siempre, "Orgulloso", "Egoísta", Soberbio" u "Obstinado"... ✅ Que Durante la vida, muchos se consideran espíritus fuertes[125] por orgullo, pero en el momento de la muerte dejan de ser tan fanfarrones.”
El orgullo es el terrible adversario de la humildad.
orgulloso
(redireccionado de orgullosos)También se encuentra en: Sinónimos.
orgulloso, a
Frecuentemente, nos preguntamos cómo el comportamiento de los Orgullosos parece prevalecer, pero en realidad ésto es el comportamiento de los Espíritus Orgullosos que por su obstinación, se las tendrán que ver con Dios. Eso lo vemos contestado en el capítulo VII, ítem 1 al 12, del Libro del Evangelio Según el Espiritismo. (Incluido este extracto en este mismo artículo a continuación incluido), cuando se habla de los Pobres de Espíritu, que los orgullosos se refieren a los que son humildes y obedientes a la Ley de Dios y su Justicia. Ellos, los orgullosos creen que los que no han logrado riquezas mal habidas, no tienen la voluntad para obtener las cosas materiales, como ellos la obtienen y eso es precisamente el pensamiento de los Orgullosos.
Veamos lo dice el Espiritismo en los Libros Codificados por Allan Kardec...
Libro de Los Espíritus, Libro cuarto – capítulo II
36 [Esprit fort: Incrédulo. Persona que se jacta de no adherir a las ideas aceptadas por la mayoría, especialmente en materia de religión. (Véanse también los §§ 148 y 962.)].
El poder de una inteligencia se juzga por sus obras. Ningún ser humano puede crear lo que la naturaleza produce. Por consiguiente, la causa primera es una inteligencia superior a la humanidad. Sean cuales fueren los prodigios realizados por la inteligencia humana, ésta inteligencia también tiene una causa, y cuanto más grande sea lo que ella realice, tanto más grande será la causa primera. Ésa inteligencia superior es la causa primera de todas las cosas, independientemente del nombre con el cuál el hombre la designe.
Libro del Evangelio según el Espiritismo
1. “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los Cielos.” (San Mateo, 5:3.).
2. La incredulidad se ha burlado de esta máxima: Bienaventurados los pobres de espíritu, así como de muchas otras cosas que no comprende. Por pobres de espíritu Jesús no alude a los hombres desprovistos de inteligencia, sino a los humildes. Él dice que el reino de los Cielos es para ellos y no para los orgullosos. Los hombres sabios y experimentados, según el mundo, por lo general tienen tan alta opinión de sí mismos y de su superioridad, que consideran que las cosas divinas son indignas de su atención. Como concentran la mirada en su propia persona, no pueden elevarla hasta Dios. Esa tendencia a creerse por encima de todo, con frecuencia sólo los conduce a negar aquello que, por no estar a su alcance, podría rebajarlos. Incluso niegan a la propia Divinidad, o bien, si consienten en admitir su existencia, refutan uno de sus más bellos atributos: su acción providencial sobre las cosas de este mundo, pues están persuadidos de que sólo ellos bastan para gobernarlo convenientemente. Toman su inteligencia para medir la inteligencia universal, y se consideran aptos para comprenderlo todo, razón por la cual no creen en la posibilidad de lo que no comprenden. Cuando han pronunciado una sentencia, no admiten la apelación. Si se resisten a admitir el mundo invisible y un poder extrahumano, no es porque eso esté fuera de su alcance, sino porque su orgullo se subleva ante la idea de que haya algo por encima de lo cual no puedan colocarse, algo que los haría descender de su pedestal. Por ese motivo, sólo tienen sonrisas desdeñosas para todo lo que no pertenece al mundo visible y tangible. Se atribuyen suficiente experiencia y sabiduría como para creer en cosas que, según ellos, son buenas para las personas simples, y consideran pobres de espíritu a los que las toman en serio. Con todo, digan lo que digan, tendrán que ingresar, como los demás, en ese mundo invisible del que se mofan. Allí se les abrirán los ojos y reconocerán su error. Dios, que es justo, no recibe de la misma manera al que no ha reconocido su poder y al que se ha sometido humildemente a sus leyes, así como tampoco los retribuye con partes iguales. Al decir que el reino de los Cielos es para los simples, Jesús dio a entender que nadie será admitido en ese reino sin la simplicidad del corazón y la humildad del espíritu, y que el ignorante que posea esas cualidades será preferido al sabio que cree más en sí mismo que en Dios. En todas las circunstancias, Jesús coloca a la humildad en la categoría de las virtudes que aproximan a Dios, y al orgullo entre los vicios que de Él alejan. Esto es así por una razón muy natural: la humildad es un acto de sumisión a Dios, mientras que el orgullo constituye una rebelión contra Él. Más vale, pues, para su felicidad futura, que el hombre sea pobre de espíritu, en el sentido del mundo, y rico en cualidades morales.
3. En ese mismo momento los discípulos se acercaron a Jesús y le dijeron: “¿Quién es el mayor en el reino de los Cielos?” Jesús llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: “En verdad os digo, que si no cambiáis y os volvéis como niños, no entraréis en el reino de los Cielos. Cualquiera, pues, que se humille y se haga pequeño como este niño, ese será el mayor en el reino de los Cielos, y el ue recibe a un niño en mi nombre, tal como acabo de decir, a mí me recibe”. (San Mateo, 18:1 a 5.).
4. Entonces se acercó a él la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y lo adoró para dar a entender que quería pedirle algo. Él le dijo: “¿Qué quieres?” Dijo ella: “Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”. Pero Jesús le respondió: “No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo habré de beber?”. Ellos le dijeron: “Podemos”. Jesús les respondió: “Es cierto que beberéis el cáliz que yo beberé. Pero en lo que respecta a que os sentéis a mi derecha o a mi izquierda, no me corresponde a mí concederlo, sino que es para aquellos a quienes mi Padre lo ha preparado”. Cuando los otros diez apóstoles oyeron eso, se llenaron de indignación contra los dos hermanos. Jesús los llamó y les dijo: “Sabéis que los príncipes de las naciones las dominan, y que los grandes las oprimen. No debe ser así entre vosotros. Por el contrario, aquel que quiera ser el mayor, sea vuestro servidor; y aquel que quiera ser el primero entre vosotros, sea vuestro esclavo; del mismo modo que el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar la vida por la redención de muchos”. (San Mateo, 20: 20 a 28.)
5. Jesús entró un día sábado en casa de uno de los principales fariseos, para comer; y los que estaban allá lo observaban. Entonces, notando cómo los invitados elegían los primeros lugares en la mesa, les propuso una parábola, y dijo: “Cuando seáis convidados a bodas, no toméis el primer lugar, para que no suceda que, habiendo entre los invitados una persona más importante que vosotros, aquel que os haya convidado venga a deciros: ‘Dad el lugar a este’, y entonces os veáis obligados a ocupar, llenos de vergüenza, el último lugar. Por el contrario, cuando seáis convidados, id a colocaros en el último lugar, a fin de que, cuando aquel que os convidó llegue, os diga: ‘Amigo, ven más cerca’. Entonces ese será para vosotros un motivo de gloria delante de los que estén con vosotros a la mesa. Porque todo el que se eleve, será rebajado; y todo el que se rebaje, será elevado”. (San Lucas, 14: 1 y 7 a 11.)
6. Éstas máximas son la consecuencia del principio de humildad que Jesús no cesa de presentar como condición esencial de la felicidad prometida a los elegidos del Señor, y que Él ha enunciado con estas palabras: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los Cielos”. Jesús toma un niño como el modelo de la simplicidad de corazón y dice: “Será el mayor en el reino de los Cielos aquel que se humille y se haga pequeño como un niño”, es decir, que no alimente ninguna pretensión de superioridad o infalibilidad. Encontramos la misma idea fundamental en esta otra máxima: Aquél que quiera ser el mayor, sea vuestro servidor, así como en esta otra: Todo el que se rebaje, será elevado; y todo el que se eleve, será rebajado. El espiritismo viene a sancionar la teoría mediante el ejemplo, cuándo nos muestra que los grandes en el mundo de los Espíritus son los que eran pequeños en la Tierra, y que a menudo los muy pequeños en el mundo de los Espíritus son los que en la Tierra eran los más grandes y poderosos. Sucede que los primeros se llevaron consigo, al morir, sólo aquello que hace la verdadera grandeza en el Cielo, y que jamás se pierde: las virtudes. En cambio, los otros tuvieron que dejar lo que constituía su grandeza terrenal, que no se puede llevar a la otra vida: la fortuna, los títulos, la gloria, la nobleza. Como no poseían otra cosa, llegan al otro mundo desprovistos de todo, como náufragos que perdieron hasta la ropa. Sólo conservan el orgullo, que hace que su nueva posición sea aún más humillante, porque ven por encima de ellos, resplandecientes de gloria, a aquéllosa quienes oprimieron en la Tierra. El espiritismo nos muestra otra aplicación de ése principio en las encarnaciones sucesivas, mediante las cuáles los que ocuparon las más elevadas posiciones en una existencia, son rebajados a una ínfima condición en una existencia posterior, en caso de que hayan sido dominados por el orgullo y la ambición. Por consiguiente, sí no queréis ser obligados a descender, no busquéis el primer puesto en la Tierra, ni pretendáis poneros por encima de los otros. Buscad, por el contrario, el lugar más humilde y modesto, porque Dios sabrá daros uno más elevado en el Cielo, si lo merecéis.
Misterios ocultos a los sabios y a
los sagaces
7. Entonces Jesús dijo éstas palabras: “Os doy gloria, Padre mío, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y a los sagaces, y las revelaste a los simples y a los pequeños”. (San Mateo, 11:25.).
8. Puede parecer extraño que1 Jesús dé gracias a Dios por haber revelado estas cosas a los simples y a los pequeños, que son los pobres de espíritu, y por haberlas ocultado a los sabios y a los sagaces, más aptos, aparentemente, para comprenderlas. Sucede que es preciso entender por los primeros a los humildes, que se humillan ante Dios y no se creen superiores a todo el mundo; y por los segundos a los orgullosos, envanecidos con su saber mundano, que se creen sagaces porque niegan o tratan a Dios de igual a igual, en caso de que no lo repudien. En la antigüedad, sabio era sinónimo de científico. Por eso Dios les concede investigar los secretos de la Tierra, y revela los del Cielo a los simples y a los humildes que se inclinan ante Él.
9. Lo mismo sucede hoy con las grandes verdades que el espiritismo revela. Algunos incrédulos se admiran de que los Espíritus realicen tan pocos esfuerzos para convencerlos. Eso se debe a que estos últimos se ocupan de los que buscan la luz de buena fe y con humildad, de preferencia a los que suponen que poseen toda la luz e imaginan, al parecer, que Dios debería estar muy feliz de conducirlos hacia Él, dándoles la prueba de su existencia. El poder de Dios se pone de manifiesto tanto en las cosas más pequeñas como en las más grandes. Él no pone la luz debajo del celemín, sino que la esparce a raudales por todas partes, de modo que solamente los ciegos no la ven. Dios no quiere abrirles los ojos a la fuerza, puesto que les place mantenerlos cerrados. Ya les llegará su hora, pero antes es preciso que experimenten las angustias de las tinieblas y reconozcan a Dios, y no al acaso, en la mano que hiere su orgullo. Dios emplea, para vencer a la incredulidad, los medios más convenientes según los individuos. No le corresponde al incrédulo prescribirle lo que debe hacer, y decirle: “Si quieres convencerme, debes proceder de esa o de aquella manera, en tal momento y no en tal otro, porque esa ocasión me conviene más”. Por consiguiente, no se asombren los incrédulos de que ni Dios ni los Espíritus, que son los agentes de su voluntad, se sometan a sus exigencias. Tendrían que preguntarse a sí mismos qué dirían si el último de sus servidores quisiera impartirles órdenes. Dios establece sus condiciones pero no se somete a las de los hombres. Escucha con bondad a los que se dirigen a Él con humildad, y no a los que creen que son más que Él.
10. Habrá quien se plantee esta pregunta: ¿No podría Dios advertir a los incrédulos mediante señales evidentes, ante las cuales hasta los más obstinados tendrían que inclinarse? No cabe duda de que podría, pero entonces, ¿dónde estaría el mérito de ellos y, por otra parte, para qué serviría eso? ¿No vemos todos los días a los que rechazan la evidencia, diciendo incluso: “Aunque viese, no creería, porque sé que es imposible”? Si se niegan a reconocer la verdad, es porque su espíritu aún no está maduro para comprenderla, ni su corazón para sentirla. El orgullo es la venda que les tapa la vista. ¿De qué sirve mostrarle la luz a un ciego? Así pues, es preciso que se cure antes la causa del mal. Por eso, como médico hábil que es, Dios castiga primero el orgullo. No abandona a sus hijos extraviados, porque sabe que tarde o temprano sus ojos se abrirán; pero quiere que sea por su propia voluntad. Entonces, doblegados por los tormentos de la incredulidad, se arrojarán por sí mismos en los brazos de Él y, tal como hacen los hijos pródigos, le pedirán perdón.
11. ¡La paz del Señor sea con vosotros, queridos amigos! Vengo a infundiros valor para que sigáis en el camino del bien. A los pobres Espíritu que en otras épocas han habitado en la Tierra, Dios les confía la misión de esclareceros. Bendito sea Él, por la gracia que nos concede de poder contribuir a vuestro perfeccionamiento. ¡Que el Espíritu Santo me ilumine y me ayude, a fin de que mi palabra sea comprensible, y que me conceda la gracia de colocarla al alcance de todos! En cuanto a vosotros, encarnados, que estáis afligidos y buscáis la luz, ¡que la voluntad de Dios venga en mi ayuda para hacer que resplandezca ante vuestros ojos!. La humildad es una virtud muy postergada entre vosotros. Los grandes ejemplos que se os han dado no son tenidos en cuenta como correspondería. Sin embargo, sin humildad, ¿podéis ser caritativos para con el prójimo? ¡Oh! no, porque ese sentimiento nivela a los hombres; les dice que son hermanos, que deben ayudarse mutuamente, y los conduce al bien. Sin la humildad, os adornáis con virtudes que no tenéis, como si os pusierais un vestido para ocultar las deformidades de vuestro cuerpo. Acordaos de Aquel que nos salvó; recordad su humildad, que lo hizo tan grande y lo elevó por encima de los profetas. El orgullo es el terrible adversario de la humildad. Si Cristo prometía el reino de los Cielos a los más pobres, se debe a que los grandes de la Tierra se imaginan que los títulos y las riquezas son recompensas acordes con sus méritos, y que su esencia es más pura que la del pobre. Consideran que tienen derecho a esas cosas, razón por la cual, cuando Dios se las quita, lo acusan de cometer una injusticia. ¡Oh! ¡Escarnio y ceguera! ¿Acaso Dios os reconoce por el cuerpo? La envoltura del pobre, ¿no es de la misma esencia que la del rico? El Creador, ¿ha hecho dos especies de hombres? Todo lo que Dios hace es grande y sabio. Nunca le atribuyas las ideas que vuestros cerebros orgullosos conciben. ¡Oh, rico! Mientras tú duermes en tus aposentos dorados, al resguardo del frío, ¿no sabes que miles de hermanos tuyos, que valen tanto como tú, yacen sobre la paja? El desdichado que padece hambre, ¿no es tu igual? Cuando escuchas eso tu orgullo se subleva, bien lo sé. Consentirás en darle una limosna, ¡pero jamás le estrecharías fraternalmente la mano! “¡Cómo! –pensarás– ¡Yo, de noble estirpe, uno de los grandes de la Tierra, seré igual a ese miserable cubierto de harapos! ¡Vana utopía de los que pretenden ser filósofos! Si fuésemos iguales, ¿por qué Dios lo habría colocado tan abajo y a mí tan arriba?” Es verdad que vuestras vestimentas no son semejantes. Con todo, si ambos se desnudaran, ¿qué diferencia habría entre vosotros? “La nobleza de la sangre”, dirás. Pero la química no ha encontrado diferencia alguna entre la sangre de un gran señor y la de un plebeyo, ni entre la del amo y la del esclavo. ¿Quién te garantiza que tú no has sido miserable y desdichado como él? ¿Que no has pedido limosna? ¿Que no se la pedirás un día a ese mismo al que hoy desprecias? ¿Acaso son eternas las riquezas? ¿No se acaban cuando se extingue el cuerpo, envoltura perecedera de tu Espíritu? ¡Oh! ¡Imprégnate de humildad! Pon finalmente la mirada en la realidad de las cosas de este mundo, en lo que da lugar al enaltecimiento o a la humillación en el otro. Piensa que la muerte no te respetará, como tampoco respetará a los demás hombres; que los títulos no te preservarán de su ataque; que ella puede herirte mañana, hoy, en cualquier momento. Y si te encierras en tu orgullo, ¡oh, cómo te compadezco, porque serás digno de piedad! ¡Orgullosos! ¿Qué erais antes de ser nobles y poderosos? Es posible que estuvieseis por debajo del último de vuestros criados. Inclinad, pues, vuestras altivas frentes, pues Dios puede bajarlas en el momento en que más las levantáis. Todos los hombres son iguales en la balanza divina. Sólo las virtudes los distinguen ante Dios. Todos los Espíritus son de la misma esencia, y todos los cuerpos son modelados con la misma arcilla. Vuestros títulos y vuestros nombres en nada os modifican; quedan en la tumba, y no son ellos los que os darán la felicidad prometida a los elegidos. La caridad y la humildad son sus títulos de nobleza. ¡Pobre criatura! Eres madre y tus hijos sufren: sienten frío, tienen hambre. Y tú acudes, doblada bajo el peso de tu cruz, a humillarte para conseguirles un pedazo de pan. ¡Oh, yo me inclino ante ti! ¡Cuán noble, santa y grande eres a mis ojos! Aguarda y ruega. La felicidad aún no es de este mundo. A los pobres y oprimidos que confían en Él, Dios les concede el reino de los Cielos. Y tú, jovencita, pobre niña entregada al trabajo y a las privaciones, ¿por qué esos tristes pensamientos? ¿Por qué lloras? Que tu mirada, piadosa y serena, se eleve hacia Dios: Él da alimento a las avecillas. Ten confianza en Él, que no te abandonará. La algarabía de las fiestas y los placeres del mundo agitan tu corazón. Quisieras también adornar tu cabello con flores y mezclarte con los felices de la Tierra. Piensas que podrías, como esas mujeres a las que ves pasar alegres y risueñas, ser rica también. ¡Oh! ¡Cállate, niña!. Si supieses cuántas lágrimas y dolores indescriptibles se ocultan bajo esos vestidos bordados, cuántos sollozos son ahogados por el ruido de esa alegre orquesta, preferirías tu humilde refugio y tu pobreza. Mantente pura ante Dios, si no quieres que tu ángel de la guarda se eleve hacia Él, con el rostro oculto bajo sus blancas alas, y te deje con tus remordimientos, sin guía, sin amparo, en este mundo donde estarías perdida, mientras esperas tu castigo en el otro. Y vosotros, los que sufrís las injusticias de los hombres, sed indulgentes para con las faltas de vuestros hermanos, reconociendo que tampoco estáis exentos de culpas: en eso consiste la caridad, y también la humildad. Si sufrís por las calumnias, inclinad la frente ante esa prueba. ¿Qué os importan las calumnias del mundo? Si vuestra conducta es pura, ¿acaso Dios no puede recompensaros por ello? Soportar con valor las humillaciones de los hombres implica ser humilde y reconocer que sólo Dios es grande y poderoso. ¡Oh, Dios mío! ¿Será preciso que Cristo venga por segunda vez a la Tierra para enseñar a los hombres tus leyes, porque las olvidan? ¿Deberá Él expulsar otra vez del templo a los mercaderes que corrompen tu casa, destinada exclusivamente a la oración? ¡Oh, hombres! ¡Quién sabe si, en caso de que Dios os concediera la gracia de enviaros nuevamente a Jesús, no renegaríais de Él como lo hicisteis antes! ¡O si no lo llamaríais blasfemo, porque abatiría el orgullo de los fariseos modernos! Es posible que lo hicierais recorrer de nuevo el camino del Gólgota. Cuando Moisés subió al monte Sinaí para recibir los mandamientos de Dios, el pueblo de Israel, entregado a sí mismo, abandonó al verdadero Dios. Hombres y mujeres se desprendieron de su oro y sus alhajas para que se hiciera un ídolo, al que adoraron. Hombres civilizados, vosotros os comportáis del mismo modo que ellos. Cristo os confió su doctrina; os dio el ejemplo de todas las virtudes, pero lo habéis abandonado todo, tanto el ejemplo como los preceptos. Cada uno de vosotros contribuyó con sus pasiones, y os habéis hecho un Dios a la medida de vuestra voluntad: según algunos, terrible y sanguinario; según otros, indiferente a los intereses del mundo. El Dios que fabricasteis sigue siendo el becerro de oro que cada uno adapta a sus gustos y a sus ideas. Reflexionad, hermanos y amigos míos. Que la voz de los Espíritus conmueva vuestros corazones. Sed generosos y caritativos sin ostentación, es decir, haced el bien con humildad. Que cada uno derribe poco a poco los altares que habéis erigido al orgullo. En una palabra, sed verdaderos cristianos, y alcanzaréis el reino de la verdad. No dudéis más de la bondad de Dios, cuando Él os da tantas pruebas de ello. Los Espíritus venimos a preparar el camino para que las profecías se cumplan. Cuando el Señor os dé una manifestación más resonante de su clemencia, que el enviado celestial os encuentre formando una gran familia; que vuestros corazones afables y humildes sean dignos de oír la palabra divina que Él habrá de traeros; que el elegido no encuentre en su camino otra cosa que las palmas que vosotros hayáis dispuesto por vuestro retorno al bien, a la caridad, a la fraternidad, y entonces vuestro mundo se convertirá en el paraíso terrenal. Por el contrario, si permanecierais insensibles a la voz de los Espíritus enviados para purificar y renovar vuestra sociedad civilizada, rica en ciencias, pero tan pobre en buenos sentimientos, entonces, ¡ay!, sólo nos quedará llorar y gemir por vuestro destino. Pero no, no sucederá de ese modo. Volved a Dios, vuestro Padre, y en ese caso nosotros, que habremos contribuido al cumplimiento de su voluntad, entonaremos el cántico de acción de gracias, para agradecer al Señor su inagotable bondad, y para glorificarlo por los siglos de los siglos. Así sea. (Lacordaire. Constantina, 1863.)
12. Hombres, ¿por qué os quejáis de las calamidades que vosotros mismos habéis acumulado sobre vuestras cabezas? Habéis despreciado la santa y divina moral de Cristo. No os asombréis, pues, de que la copa de la iniquidad haya desbordado por todas partes. El malestar se generaliza. ¿A quién acusar sino a vosotros mismos, que sin cesar procuráis aniquilaros unos a otros? No podéis ser felices si falta la mutua benevolencia. Pero ¿cómo puede la benevolencia coexistir con el orgullo? El orgullo: ahí está el origen de todos vuestros males. Aplicaos, pues, a destruirlo, si no queréis ver perpetuadas sus funestas consecuencias. Disponéis de un solo medio para hacerlo, pero que es infalible: adoptar como regla invariable de vuestra conducta la ley de Cristo, ley que habéis rechazado, o falseado en su interpretación. ¿Por qué tenéis en tan grande estima lo que brilla y fascina a la vista, en vez de lo que llega al corazón? ¿Por qué hacéis del vicio, que crece en la opulencia, el objeto de vuestras adulaciones, mientras que sólo dedicáis una mirada de desdén para el verdadero mérito, que permanece oculto en la oscuridad? Si un rico libertino, perdido en cuerpo y alma, se presenta dondequiera que sea, todas las puertas se le abren, todas las consideraciones son para él, mientras que se desdeña conceder un saludo protector al hombre de bien, que vive de su trabajo. Cuando la consideración que se otorga a las personas se mide conforme al peso del oro que poseen o según el nombre que llevan, ¿qué interés pueden tener ellas en corregir sus defectos?. Muy distinto sería si la opinión general fustigara al vicio dorado tanto como al vicio andrajoso. Pero el orgullo es indulgente para con todo lo que lo adula. “Siglo de codicia y de dinero”, diréis. Sin duda. No obstante, ¿por qué habéis permitido que las necesidades materiales prevalezcan sobre el buen sentido y la razón? ¿Por qué quiere cada uno elevarse por encima de su hermano? La sociedad sufre hoy las consecuencias de esa situación. No olvidéis que ese estado de cosas constituye siempre una señal de decadencia moral. Cuando el orgullo llega al límite, es indicio de una caída próxima, porque Dios castiga siempre a los soberbios. Si algunas veces los deja subir, es para darles el tiempo necesario para que reflexionen y se enmienden bajo los golpes que, de cuando en cuando, lanza a su orgullo como advertencia. Con todo, en vez de humillarse, se revelan. Entonces, cuando la medida está colmada, Dios los derriba por completo, y la caída les resulta tanto más terrible cuanto más alto han subido. Pobre raza humana, cuyo egoísmo ha corrompido todos los caminos. Ten valor, a pesar de todo. En su misericordia infinita, Dios te envía un poderoso remedio para tus males, un socorro inesperado para tu aflicción. Abre los ojos a la luz: aquí están las almas de los que ya no viven en la Tierra, que vienen a convocarte al cumplimiento de tus verdaderos deberes. Ellas te dirán, con la autoridad de la experiencia, cuán poca cosa son las vanidades y las grandezas de tu pasajera existencia, en comparación con la eternidad. Te dirán que, en el Más Allá, el más grande es quien ha sido el más humilde entre los pequeños de este mundo; que el que más ha amado a sus hermanos será también el más amado en el Cielo; que los poderosos de la Tierra, si abusaron de su autoridad, se verán obligados a obedecer a sus servidores; que, en definitiva, la caridad y la humildad, esas hermanas que siempre van tomadas de la mano, son los títulos más eficaces para obtener gracia ante el Eterno. (Adolfo, obispo de Argel. Marmande, 1862.)
Añadir un comentario