El Orgullo y la Humildad...
"El reto mayor que todo Espiritista Verdadero tiene, es el derrotar el Egoísmo. Es entonces, que el Espíritu comienza a Moralizarse y a entender que hacer el Bien Común es lo correcto. Nuestra lucha es siempre de Espíritu a Espíritu, y gana el que tenga mayor Ascendencia Moral..."
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Humildad, Permaneced firmes en el bien y sobre todo, humildes ante Dios. Sólo la humildad eleva. Ésa es la única grandeza que Dios reconoce.
(El Libro de los Médiums, Capítulo XXXI, sección
XIX,)
Humildad, es una virtud olvidada, que eleva y es la única grandeza que DIOS Reconoce. El ser humilde, se siente, es la mejor indicación que el Espíritu está adelantando, no está detenido, estancado, está en el lugar que su Espíritu procura ser, mejor cada día, está determinado a permitir que sus intenciones sean de Bien Común... Ése es el propósito del Espiritismo Moralizador y el Consuelo de los afligidos al Mundo, el Verdadero Espiritismo...Volver bien por mal.
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El Libro del Evangelio según el Espiritismo, Capítulo VII, nos habla sobre el tema:
BIENAVENTURADOS LOS POBRES DE ESPÍRITU
INSTRUCCIONES DE LOS ESPÍRITUS
El orgullo y la humildad
Las Injurias y las Calumnias duelen mucho... (...) sed fuertes contra el dolor de la injuria y de la calumnia, más punzante que el dolor corporal. Pero a ésto es menester añadir la ingratitud que también es dolorosa. El Espiritismo te ayuda a soportar las injurias, las calumnias y la ingratitud de la Amistad.
Las Calumnias...
"Y vosotros, los que sufrís las injusticias de los hombres, sed indulgentes para con las faltas de vuestros hermanos, reconociendo que tampoco estáis exentos de culpas: en éso consiste la caridad, y también la humildad. Sí sufrís por las calumnias, inclinad la frente ante ésa prueba. ¿Qué os importan las calumnias del mundo? Sí vuestra conducta es pura, ¿acaso Dios no puede recompensaros por ello? Soportar con valor las humillaciones de los hombres implica ser humilde y reconocer que sólo Dios es grande y poderoso. (Libro del Evangelio según el Espiritismo, Capítulo VII, #11, #12). "
Procura ser mejor hoy que lo que fuistes ayer. Así logras el Adelanto Moral e Intelectual de tú Espíritu. Cuándo alguién te hiera con calumnias, sólo baja tú cabeza, es entonces que Dios hará ...
El libro del Evangelio según el Espiritismo,
CAPÍTULO XXVIII, "Oraciones para otro"
§ 52. ORACIÓN...
"Señor nos has hecho decir por boca de Jesús, tú Mesías: «Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia; perdona a tús enemigos; ruega por los que te persiguen;»
y él mismo nos ha enseñado el camino, rogando por sus verdugos.
A su ejemplo, Dios mío, solicitamos tú misericordia, para los que desconocen tús divinos preceptos, los únicos que pueden asegurar la paz en éste mundo y en el otro. Nosotros decimos como Cristo: «Perdónalos, Padre nuestro, porque no saben lo que hacen.»
Danos valor para soportar con paciencia y resignación, cómo pruebas para nuestra fé y humildad sus burlas, sus injurias, sus calumnias y sus persecuciones; alejanos de todo pensamiento de represalias, porque la hora de tú justicia sonará para todos, y nosotros la esperamos sometiéndonos a tú santa voluntad."
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¡Que el Espíritu Santo me ilumine y me ayude, a fin de que mi palabra sea comprensible, y que me conceda la gracia de colocarla al alcance de todos! En cuánto a vosotros, encarnados, que estáis afligidos y buscáis la luz, ¡que la voluntad de Dios venga en mí ayuda para hacer que resplandezca ante vuestros ojos!.
La humildad es una virtud muy postergada entre vosotros. Los grandes ejemplos que se os han dado no son tenidos en cuenta como correspondería. Sin embargo, sin humildad, ¿podéis ser caritativos para con el prójimo? ¡Oh! no, porque ése sentimiento nivela a los hombres; les dice que son hermanos, que deben ayudarse mutuamente, y los conduce al bien. Sin la humildad, os adornáis con virtudes que no tenéis, como sí os pusieraís un vestido para ocultar las deformidades de vuestro cuerpo. Acordaos de aquél que nos salvó; recordad su humildad, que lo hizo tan grande y lo elevó por encima de los profetas. El orgullo es el terrible adversario de la humildad.
Sí Cristo prometía el reino de los Cielos a los más pobres, se debe a que los grandes de la Tierra se imaginan que los títulos y las riquezas son recompensas acordes con sus méritos, y que su esencia es más pura que la del pobre. Consideran que tienen derecho a ésas cosas, razón por la cuál, cuándo Dios se las quita, lo acusan de cometer una injusticia. ¡Oh! ¡Escarnio y ceguera! ¿Acaso Dios os reconoce por el cuerpo? La envoltura del pobre, ¿no es de la misma esencia que la del rico? El Creador, ¿ha hecho dos especies de hombres? Todo lo que Dios hace es grande y sabio. Nunca le atribuyas las ideas que vuestros cerebros orgullosos conciben. ¡Oh, rico! Mientras tú duermes en tús aposentos dorados, al resguardo del frío, ¿no sabes que miles de hermanos tuyos, que valen tanto como tú, yacen sobre la paja? El desdichado que padece hambre, ¿no es tú igual? Cuándo escuchas éso, tú orgullo se subleva, bien lo sé.
Consentirás en darle una limosna, ¡pero jamás le estrecharías fraternalmente la mano! “¡Cómo! –pensarás– ¡Yo, de noble estirpe, uno de los grandes de la Tierra, seré igual a ése miserable cubierto de harapos! ¡Vana utopía de los que pretenden ser filósofos! Si fuésemos iguales, ¿por qué Dios lo habría colocado tan abajo y a mí tan arriba?” Es verdad que vuestras vestimentas no son semejantes. Con todo, sí ambos se desnudaran, ¿qué diferencia habría entre vosotros? “La nobleza de la sangre”, dirás. Pero la química no ha encontrado diferencia alguna entre la sangre de un gran señor y la de un plebeyo, ni entre la del amo y la del esclavo.
¿Quién te garantiza que tú no has sido miserable y desdichado como él? ¿Que no has pedido limosna? ¿Que no se la pedirás un día a ése mismo al que hoy desprecias? ¿Acaso son eternas las riquezas? ¿No se acaban cuándo se extingue el cuerpo, envoltura perecedera de tú Espíritu? ¡Oh! ¡Imprégnate de humildad! Pon finalmente la mirada en la realidad de las cosas de éste mundo, en lo que da lugar al enaltecimiento o a la humillación en el otro.
Piensa que la muerte no te respetará, cómo tampoco respetará a los demás hombres; que los títulos no te preservarán de su ataque; que ella puede herirte mañana, hoy, en cualquier momento. Y sí te encierras en tú orgullo, ¡oh, cómo te compadezco, porque serás digno de piedad! ¡Orgullosos! ¿Qué erais antes de ser nobles y poderosos? Es posible que estuvieseis por debajo del último de vuestros criados.
Inclinad, pues, vuestras altivas frentes, pues Dios puede bajarlas en el momento en que más las levantáis. Todos los hombres son iguales en la balanza divina.
Sólo las virtudes los distinguen ante Dios. Todos los Espíritus son de la misma esencia, y todos los cuerpos son modelados con la misma arcilla.
Vuestros títulos y vuestros nombres en nada os modifican; quedan en la tumba, y no son ellos los que os darán la felicidad prometida a los elegidos. La caridad y la humildad son sus títulos de nobleza. ¡Pobre criatura! Eres madre y tús hijos sufren: sienten frío, tienen hambre. Y tú acudes, doblada bajo el peso de tu cruz, a humillarte para conseguirles un pedazo de pan. ¡Oh, yo me inclino ante ti! ¡Cuán noble, santa y grande eres a mís ojos! Aguarda y ruega. La felicidad aún no es de este mundo. A los pobres y oprimidos que confían en Él, Dios les concede el reino de los Cielos. Y tú, jovencita, pobre niña entregada al trabajo y a las privaciones, ¿por qué esos tristes pensamientos? ¿Por qué lloras? Que tú mirada, piadosa y serena, se eleve hacía Dios: Él da alimento a las avecillas. Ten confianza en Él, que no te abandonará. La algarabía de las fiestas y los placeres del mundo agitan tú corazón. Quisieras también adornar tú cabello con flores y mezclarte con los felices de la Tierra. Piensas que podrías, como ésas mujeres a las que ves pasar alegres y risueñas, ser rica también. ¡Oh! ¡Cállate, niña!. Sí supieses cuántas lágrimas y dolores indescriptibles se ocultan bajo ésos vestidos bordados, cuántos sollozos son ahogados por el ruido de ésa alegre orquesta, preferirías tú humilde refugio y tú pobreza.
Mantente pura ante Dios, sí no quieres que tú ángel de la guarda se eleve hacía Él, con el rostro oculto bajo sus blancas alas, y te deje con tús remordimientos, sin guía, sin amparo, en éste mundo dónde estarías perdida, mientras esperas tú castigo en el otro.
Las Calumnias...
Y vosotros, los que sufrís las injusticias de los hombres, sed indulgentes para con las faltas de vuestros hermanos, reconociendo que tampoco estáis exentos de culpas: en éso consiste la caridad, y también la humildad.
Sí sufrís por las calumnias, inclinad la frente ante ésa prueba. ¿Qué os importan las calumnias del mundo? Sí vuestra conducta es pura, ¿acaso Dios no puede recompensaros por ello? Soportar con valor las humillaciones de los hombres implica ser humilde y reconocer que sólo Dios es grande y poderoso.
¡Oh, Dios mío! ¿Será preciso que Cristo venga por segunda vez a la Tierra para enseñar a los hombres tús leyes, porque las olvidan? ¿Deberá Él expulsar otra vez del templo a los mercaderes que corrompen tú casa, destinada exclusivamente a la oración? ¡Oh, hombres! ¡Quién sabe sí, en caso de que Dios os concediera la gracia de enviaros nuevamente a Jesús, no renegaríais de Él como lo hicisteis antes! ¡O sí no lo llamaríais blasfemo, porque abatiría el orgullo de los fariseos modernos! Es posible que lo hicierais recorrer de nuevo el camino del Gólgota.
Cuándo Moisés subió al monte Sinaí para recibir los mandamientos de Dios, el pueblo de Israel, entregado a sí mismo, abandonó al verdadero Dios. Hombres y mujeres se desprendieron de su oro y sus alhajas para que se hiciera un ídolo, al que adoraron. Hombres civilizados, vosotros os comportáis del mismo modo que ellos. Cristo os confió su doctrina; os dio el ejemplo de todas las virtudes, pero lo habéis abandonado todo, tanto el ejemplo como los preceptos. Cada uno de vosotros contribuyó con sus pasiones, y os habéis hecho un Dios a la medida de vuestra voluntad: según algunos, terrible y sanguinario; según otros, indiferente a los intereses del mundo. El Dios que fabricasteis sigue siendo el becerro de oro que cada uno adapta a sus gustos y a sus ideas. Reflexionad, hermanos y amigos míos. Que la voz de los Espíritus conmueva vuestros corazones. Sed generosos y caritativos sin ostentación, es decir, haced el bien con humildad. Que cada uno derribe poco a poco los altares que habéis erigido al orgullo. En una palabra, sed verdaderos cristianos, y alcanzaréis el reino de la verdad.
No dudéis más de la bondad de Dios, cuándo Él os da tantas pruebas de ello. Los Espíritus venimos a preparar el camino para que las profecías se cumplan. Cuándo el Señor os dé una manifestación más resonante de su clemencia, que el enviado celestial os encuentre formando una gran familia; que vuestros corazones afables y humildes sean dignos de oír la palabra divina que Él habrá de traeros; que el elegido no encuentre en su camino otra cosa que las palmas que vosotros hayáis dispuesto por vuestro retorno al bien, a la caridad, a la fraternidad, y entonces vuestro mundo se convertirá en el paraíso terrenal. Por el contrario, sí permanecierais insensibles a la voz de los Espíritus enviados para purificar y renovar vuestra sociedad civilizada, rica en ciencias, pero tan pobre en buenos sentimientos, entonces, ¡ay!, sólo nos quedará llorar y gemir por vuestro destino. Pero no, no sucederá de ese modo. Volved a Dios, vuestro Padre, y en ése caso nosotros, que habremos contribuido al cumplimiento de su voluntad, entonaremos el cántico de acción de gracias, para agradecer al Señor su inagotable bondad, y para glorificarlo por los siglos de los siglos. Así sea. (Lacordaire. Constantina, 1863.).
§ 12. Hombres, ¿por qué os quejáis de las calamidades que vosotros mismos habéis acumulado sobre vuestras cabezas? Habéis despreciado la santa y divina moral de Cristo. No os asombréis, pues, de que la copa de la iniquidad haya desbordado por todas partes. El malestar se generaliza. ¿A quién acusar sino a vosotros mismos, que sin cesar procuráis aniquilaros unos a otros? No podéis ser felices si falta la mutua benevolencia. Pero ¿cómo puede la benevolencia coexistir con el orgullo? El orgullo: ahí está el origen de todos vuestros males. Aplicaos, pues, a destruirlo, si no queréis ver perpetuadas sus funestas consecuencias. Disponéis de un solo medio para hacerlo, pero que es infalible: adoptar como regla invariable de vuestra conducta la ley de Cristo, ley que habéis rechazado, o falseado en su interpretación. ¿Por qué tenéis en tan grande estima lo que brilla y fascina a la vista, en vez de lo que llega al corazón? ¿Por qué hacéis del vicio, que crece en la opulencia, el objeto de vuestras adulaciones, mientras que sólo dedicáis una mirada de desdén para el verdadero mérito, que permanece oculto en la oscuridad? Sí un rico libertino, perdido en cuerpo y alma, se presenta dondequiera que sea, todas las puertas se le abren, todas las consideraciones son para él, mientras que se desdeña conceder un saludo protector al hombre de bien, que vive de su trabajo. Cuando la consideración que se otorga a las personas se mide conforme al peso del oro que poseen o según el nombre que llevan, ¿qué interés pueden tener ellas en corregir sus defectos?. Muy distinto sería si la opinión general fustigara al vicio dorado tanto como al vicio andrajoso. Pero el orgullo es indulgente para con todo lo que lo adula. “Siglo de codicia y de dinero”, diréis. Sin duda. No obstante, ¿por qué habéis permitido que las necesidades materiales prevalezcan sobre el buen sentido y la razón? ¿Por qué quiere cada uno elevarse por encima de su hermano? La sociedad sufre hoy las consecuencias de esa situación. No olvidéis que ese estado de cosas constituye siempre una señal de decadencia moral. Cuándo el orgullo llega al límite, es indicio de una caída próxima, porque Dios castiga siempre a los soberbios. Si algunas veces los deja subir, es para darles el tiempo necesario para que reflexionen y se enmienden bajo los golpes que, de cuando en cuando, lanza a su orgullo como advertencia. Con todo, en vez de humillarse, se revelan. Entonces, cuándo la medida está colmada, Dios los derriba por completo, y la caída les resulta tanto más terrible cuánto más alto han subido. Pobre raza humana, cuyo egoísmo ha corrompido todos los caminos. Ten valor, a pesar de todo. En su misericordia infinita, Dios te envía un poderoso remedio para tus males, un socorro inesperado para tú aflicción. Abre los ojos a la luz: aquí están las almas de los que ya no viven en la Tierra, que vienen a convocarte al cumplimiento de tus verdaderos deberes. Ellas te dirán, con la autoridad de la experiencia, cuán poca cosa son las vanidades y las grandezas de tu pasajera existencia, en comparación con la eternidad. Te dirán que, en el Más Allá, el más grande es quién ha sido el más humilde entre los pequeños de este mundo; que el que más ha amado a sus hermanos será también el más amado en el Cielo; que los poderosos de la Tierra, si abusaron de su autoridad, se verán obligados a obedecer a sus servidores; que, en definitiva, la caridad y la humildad, esas hermanas que siempre van tomadas de la mano, son los títulos más eficaces para obtener gracia ante el Eterno. (Adolfo, obispo de Argel. Marmande, 1862.)
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A los pobres Espíritu que en otras épocas han habitado en la Tierra, Dios les confía la misión de esclareceros.
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